miércoles, 17 de noviembre de 2010

El viaje del elefante


A mediados del siglo XVI el rey Juan III de Portugal decidió regalarle su elefante al archiduque Maximiliano de Austria aprovechando su estancia en Valladolid. El elefante, de nombre Salomón y más tarde Solimán, atravesó Portugal y Castilla, el Mediterráneo, Italia, los Alpes y finalmente el Danubio hasta Viena. A mitad de camino hubo un milagro y al final otro. Esa es la historia. Como diría Vonnegut y seguramente rubricaría Saramago, aunque de una manera mucho más alambicada: Así fue.

Ojo: que la cosa sea sencilla no significa que sea pobre, ni mucho menos. Es como la boa con un elefante dentro que dibuja el aviador para el Principito, y los adultos confunden con un sombrero. Es una novela hecha a la medida del elefante, a sus espaciosas hechuras. Podríamos creer que el paquidermo necesita grandes arquitecturas literarias y lenguaje frondoso para estar a sus anchas, pero aprendemos por el camino que es justo lo contrario. Salomón es una animal cachazudo, noble y juicioso al que le gustan las cosas directas aplicadas en su medida necesaria.

No se trata simplemente del viaje organizado entorno al elefante. Se trata de cómo el elefante organiza el mundo a su alrededor. Y es que un elefante es una cosa increíble si te paras a pensarlo, igual en el siglo XVI que ahora, a caballo entre la certeza biológica y lo imposible. A esto es a lo que juega José Saramago: a adivinar cómo los hombres grandes y pequeños, del humilde cornaca al archiduque, son transformados por esa experiencia.

Algo que apreciará pronto el lector habitual de Saramago es que esta es una de sus novela más gozosas de leer. El Nobel portugués no renuncia a sus caprichos sintácticos, a escribir de renglón seguido sin hacer diálogos ni usar mayúsculas más que al comienzo de cada oración, pero a estas alturas los domina con suficiente soltura como para que se acepten con naturalidad.

Por otra parte refrena en gran medida uno de sus tics más antipáticos para el lector que es el de las digresiones, romper la narración con una tirada extemporánea que marca distancias con el relato. Aquí, por ejemplo, el hecho de que las localidades alpinas tengan nombre alemán pese a estar en Italia le dan pie al narrador a protestar por la actual anglificación del Algarve. Estas salidas de tono saramaguianas, como decimos, están afortunadamente atemperadas.

Lo cual deja via libre a un desarrollo con forma de cuento, algo que sigue los parámetros de una novela histórica pero permitiendo pequeñas y significativas irrupciones de lo imaginario y lo fantástico. Todo ello impregnado del humanismo irónico que es marca de la casa. El bueno de Salomón es espectador inocente (y no sabemos si realmente inconsciente) de toda una comedia humana: de los católicos reyes portugueses que idean regalarlo en un momento de tedio de alcoba; de los capitanes que fantasean con que sea su billete a la gloria militar; de los clérigos que se empeñan en milagrear con él. De todos lo que, en definitiva, contraeran un vínculo moral con el elefante.

Es una novela que se presenta como coral ya que su protagonista es básicamente un sujeto paciente, que no se opone al viaje pero hace valer sus condiciones. Los que actúan son los hombres a su alrededor. Sin embargo sí hay un personaje que descolla sobre los demás. Se trata del cornaca indio de Salomón, que durante la mayor parte del libro se llama Subhro. En este universo que gira entorno al elefante es normal que la persona más cercana a él sea la más importante. Hasta el punto de poder decir que, lo mismo que la trompa es su apéndice prénsil, Subhro es el apéndice humano de Salomón.

Subhro es un tipo de los pies a la cabeza con sus anhelos, sus inquietudes y la mayor dosis de sentido común de entre todos los que salen al paso del elefante, por lo que la complicidad entre él y el lector es inmediata. Pero también es otra cosa: es el intermediario entre los demás y el misterio del elefante, algo que él mismo asegura no entender bien. No es una relación entre amo y animal lo que comparten, ni siquiera entre padre e hijo: es algo mistérico, rayano en la mitología hindú que Subhro cita en ocasiones. Y gracias a él el resto participa de la comunión, como en los momentos de mágica empatía en los que Salomón se despide de sus compañeros.

El viaje del elefante es una lectura que aúna ternura, algo no muy frecuente en Saramago, con una mirada incisiva sobre la naturaleza humana y un agudísimo sentido del humor malvado. Una gozada para todos los públicos que presenta el riesgo de leerse de una sentada.

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